3.
El descenso demográfico
Los datos
proporcionados por los cronistas, respecto a la cifra que alcanzaba la
población indígena, al menos en el valle de Aconcagua, en los
años posteriores a la llegada de Pedro de Valdivia difieren: 25.000
-Vivar, 1558-; 50.000 -Mariño de Lovera, 1580-, 60.000 -Olavarría,
1594- y 80.000 “indios” -Ovalle, 1646; Rosales, 1670-. Estas
discrepancias podrían deberse a lo impreciso de la delimitación
geográfica de las observaciones, y porque se estarían incluyendo
grupos indígenas de menor tamaño que vivían en sectores
aledaños e, incluso, a grupos cercanos pero
diferentes.
Lo cierto, es que hacia fines del siglo XVI, el panorama
étnico-geográfico había cambiado sustancial y
definitivamente. El colapso demográfico, en ese sentido, fue notorio y
dramático. A ellos se sumaron las enfermedades importadas por los
hispanos y los esclavos -viruelas, influenza, tuberculosis-la
desestructuración de las economías domésticas a causa del
traslado de hombres y mujeres a los obrajes y labores de servicio personal, y el
creciente impacto de las malas condiciones de vida, que influyeron en el consumo
excesivo de alcohol -fuera del ámbito ritual- y la pérdida de los
medios de subsistencia.
Hacia 1620,
el número de indios de servicio, yanaconas y esclavos, sumaban un total
de casi nueve mil. Estos números, calculados sobre la base de los
tributarios, indicarían la presencia de una población de 25.000
personas incluyendo mujeres y niños. Jerónimo de Vivar
señalaba que el descenso de la población alcanzó los dos
tercios, entonces la población autóctona de Chile central en 1540
habría ascendido a 75.000 habitantes, disminuidos por las migraciones,
alzamientos, pestes y fugas protagonizadas en esos años. Describiendo
las dificultades que presentaba la introducción de un nuevo marco
jurídico que regulara las relaciones hispano- indígenas, Fernando
de Santillán puntualizó en 1558, entre las causas que
habían provocado el colapso demográfico al maltrato físico
-marcado por la crueldad- aplicado a los indígenas, así como las
enfermedades y el hambre producto de la pérdida de sus
tierras.
Muchos de
los pueblos originarios que habitaban el valle central no lograron sobrevivir,
otros lo hicieron a través del mestizaje y la asimilación de sus
costumbres a las del invasor, trabajando para los encomenderos. Por ejemplo, de
acuerdo al título de encomienda otorgado a Francisco Martínez de
Vergara -incluyendo los distritos de Colina, Chicureo, Painabilque y
Chacabuco-, la suma total de indígenas asignados no superaba el
número de
setecientos.
La misma suerte tuvieron en un período mayor de años, los
contingentes de huarpes trasladados desde la provincia de Cuyo para trabajar en
las estancias y obrajes españoles de Chile central, mitigando la
caída de la población local. Igual de dramática fue la
rápida desaparición de los denominados picones y guaicoches, de la
región de Melipilla y de las tierras de Apoquindo, respectivamente, y la
desarticulación de los cacicatos de Reinohuelen y Andalien en la frontera
penquista. Exterminados por las pestes o por los traslados forzosos que
introdujeron los hispanos, o simplemente absorbidos por otros grupos.
Hacia fines
del siglo XVII, era notoria la desaparición de la población
indígena, producida también y en parte, por la aceleración
del proceso de mestizaje. “... En 1695 se denunció al rey la
escasez de brazos, es decir, de trabajadores “... por haberse consumido
los indios... ” en los campos, lo cual había acarreado el
“... descaecimiento de las haciendas del campo...”. Lo mismo, se
expresaba, había ocurrido con las encomiendas que se componían las
más de indios y todas se reducían ya “... al corto
número de cinco o seis indios...”, “... por haberse consumido
los pueblos con las continuas
epidemias”.
En 1779, se
lleva a cabo el primer censo de población para el Obispado de Santiago,
el que para el corregimiento de Santiago da como resultado un 15, 43% de
población mestiza y un 13, 43% de indígenas, lo que significa casi
un 30% de población definida como no hispano-criolla. La población
indígena se concentraba en las estancias de Maipo, Melipilla y Talagante,
lugares en donde existían aún varios pueblos de indios
-Pomaire,
Chiñihue y Maipo- mientras que los mestizos se ubicaban en el sector
urbano de
Santiago.
Para fines del siglo XVIII, el mestizaje era predominante, sobre todo en los
sectores considerados más bajos dentro de una sociedad que definía
como “castas” a los grupos que no podían ser clasificados
como de “raza española
pura”.
Por
otra parte, también es posible tomar en cuenta el hecho de que pese al
constante traslado de la población indígena, pudo haber casos en
los que los indígenas habrían mantenido el lugar de origen y los
lazos parentales establecidos entre ellos, como un referente fuerte y permanente
para establecer su pertenencia e
identidad.
“Por haberse usado contra ellos más
crueldades y excesos que con otros ningunos, ansí en la primera entrada
que los cristianos entraron en aquella tierra con el adelantado Almagro, como
después con Pedro de Valdivia, matando mucha suma dellos debajo de paz, e
sin darles a entender lo que Su Majestad manda se les aperciba, aperreando
muchos, y otros quemando y
encalándolos, cortando pies y manos
e narices y tetas, robándoles sus haciendas, estrupándoles sus
mujeres e hijas, poniéndolos en cadenas con cargas, quemándoles
todos los pueblos y casas, talándoles las sementeras de que les sobrevino
grande enfermedad, murió grande suma de gente de frío y mal pasar
y de comer yerbas e raíces, y los que se quedaron, de pura necesidad
tomaron por costumbre de comerse unos a otros de hambre, con que se
menoscabó casi toda la gente que había escapado de los
demás...”.
Declaración
de lo que el Licenciado Fernando de Santillán, oidor de la Audiencia de
Lima, proveyó para el buen gobierno, pacificación y defensa de
Chile, 4 de junio de 1559. En: Jara, Álvaro y Sonia Pinto.
Fuentes para la
Historia del trabajo en Chile. Editorial
Andrés Bello. Santiago. 1982. p. 19.